Verónica Cangemi

Clásica. Tropiezos de Idomeneo

Fuente Diario La Nación

Idomeneo, Ópera de Mozart Concepción y dirección escénica: Jorge Lavelli / Dirección: Ira Levin / Con: Richard Croft (Idomeneo), Jurgita Adamonyté (Idamante), Verónica Cangemi (Ilia), Emma Bell (Electra) y elenco / Coro y orquesta Estables del Teatro Colón Función de Gran Abono / Teatro Colón

Nuestra Opinión: Muy buena

Sin dejar de tener en cuenta las virtudes de Ira Levin y los músicos y cantantes de los cuerpos estables del Colón, el gran atractivo de esta puesta de Idomeneo estaba en la suma, a priori virtuosa, que proponían la consabida genialidad de Mozart, las ideas y el talento de Jorge Lavelli, regresado a la ópera argentina después de un tiempo demasiado largo, y el prestigio de un elenco con algunas figuras de muy buen presente y una singular repercusión internacional. Con todo, el único que emergió victorioso de la producción sin que se le puedan encontrar máculas de ningún tipo fue, vaya novedad, Mozart.

Idomeneo, estrenada en 1781 y sin el renombre glorioso de sus últimas óperas, es una piedra angular dentro de su creación, una obra en la que supo fusionar las mejores cualidades de la ópera italiana con las novedosas propuestas de la reforma que Gluck había planteado para redimensionar el género. Tal vez más desde la intuición que desde una postura intelectual definida o precisada, Mozart desproveyó a la antigua historia del rey de Creta de sus cuestiones más pedestres y de sus aspectos más estereotipados para construir una ópera que plantea momentos o pasajes musicales exquisitos y profundos que dotan de humanidad y hasta de cierta psicología a sus personajes, a través de diferentes tipos de recitativos y diferentes arias y una «moderna» y casi griega participación del coro. En esa misma sintonía, Lavelli también apostó por el texto, la música y la construcción teatral de las situaciones, con una concepción general, además, visualmente, impactante.

En los tres actos, cada uno con su propio planteo, Lavelli despoja al escenario de cualquier elemento que le reste inmensidad y luce amplio, extenso y con escenografías que tienden a las líneas rectas. La gran espacialidad es alterada de diferentes modos por los movimientos de extensos paneles de tela, por un inmenso juego de amplias farolas que descienden o ascienden majestuosas para echar luz o para retacearla. Dentro de esos ámbitos despejadísimos, la música y el texto fluyen majestuosos. Con todo, dentro de esa concepción general, con cambios continuos y bien llevados, hay vestuarios que le quitan al drama cualquier referencialidad o geografía cuyos simbolismos no son manifiestos y cuya belleza también puede ser materia de discusión. El coro, cuyos movimientos en la escena no son los de un ballet -y nadie debería exigirle esa calidad-, está casi aprisionado en pequeños grupos que comparten una misma amplia túnica y cuyos desplazamientos son, mayormente, toscos. Tampoco gozaron de la exactitud que visualmente requerirían la entrada marcial del coro masculino en el primer acto o los movimientos acompasados de los remeros del barco antes del naufragio del segundo acto. Del mismo modo, también se podrían objetar algunas ubicaciones o posturas que Lavelli dispone para los cantantes y que, en alguna medida, pudieron resentir su emisión.

Sin embargo, de aquella gran trilogía imaginada, Mozart-Lavelli-elenco, fue este último el más observable. Richard Croft, el único rol masculino destacado, cuyo estatismo y falta de dotes actorales no fueron un detalle menor, lució con escaso volumen y, quizá, con algún problema que se manifestó, claramente, en el transcurso de su gran aria del segundo acto, cuando afloraron, indisimulables, un quiebre en la emisión y una rugosidad poco venturosa. Del mismo modo, Jurgita Adamonyté denotó una vocalidad escasa. En este sentido, ante una soprano lírica de volumen reducido y con una profusa historia de presentaciones bajo la modalidad del historicismo interpretativo, con orquestas reducidas y otra sonoridad, cabe preguntarse si Ira Levin no podría haber contemplado la situación y reducir esa orquesta que, de su mano, no abundó en matices ni en sutilezas. Emma Bell comenzó demasiado enérgica en el primer acto y brilló con gran musicalidad en el segundo, cuando su Electra revela sus angustias más íntimas. En el final, cuando se marcha furiosa hacia el exilio, aún con algunas imperfecciones, ofreció un aria de coloratura que, por lejos, fue la que más entusiasmo despertó en el público. Por último, hay que nombrar a Verónica Cangemi, sin lugar a dudas, la figura descollante del elenco, la única a quien se la pudo escuchar brillante, musical, dúctil y precisa en cada intervención.

Más allá de esos movimientos forzados y que le restaron alguna atención mayor al canto, el coro se desempeñó con corrección. Lo mismo puede extenderse para el resto del elenco, Santiago Ballerini, Iván Maier y Mario De Salvo. No hubo aplausos demasiados estentóreos en el final y todo terminó más en el plano de la buena educación, sin grandes entusiasmos. En realidad, Mozart, las ideas generales de Lavelli y las buenas actuaciones de Cangemi y Bell hubieran merecido un reconocimiento más fragoroso.

Por Pablo Kohan