A quince años de su última colaboración, el Teatro Colón convocó al director de escena Jorge Lavelli para una nueva producción de esta ópera seria de Mozart que dejó poco para recordar. Por Ernesto Castagnino
Las desventuras de los troyanos derrotados luego de la guerra no fueron mayores que las de los griegos que regresaron vencedores a sus hogares: el astuto Ulises quedó errando por los mares durante diez años y Agamenón, rey de hombres, encontró la muerte en manos de su esposa adúltera al retornar a Micenas. Pero también Idomeneo, caudillo de los cretenses, padeció, en el victorioso regreso a Creta, una terrible tempestad de la que se salvó tras jurar al dios del mar, Poseidón (Neptuno para los romanos), que si lo salvaba él sacrificaría en su honor a la primera persona que viera al pisar la tierra. El destino quiso que esa persona fuera su hijo Idamante que deambulaba por las playas de Creta lamentándose de la muerte de su padre.
En ese punto comienza la ópera de Mozart sobre el héroe griego, para cuyo libreto Giambattista Varesco se basó en el de Antoine Danchet para Idomenée (1712), composición de André Campra. Las dos modificaciones más importantes de Varesco recayeron en el final —que en la versión francesa se trata de un verdadero final trágico en el que Idomeneo enloquece y mata a su propio hijo— transformado en final feliz donde el perdón de los dioses llega en el momento preciso; y en la trama amorosa, que Danchet había pensado como un triángulo amoroso en el que padre e hijo estaban enamorados de Ilia, hija cautiva del rey de Troya, y Varesco eliminó dejando solamente el triángulo amoroso entre Idamante, Ilia y Electra.
En 1781, cuando Mozart estrenó su ópera, los ideales del absolutismo monárquico, que habían consolidado el género de la ópera seria hasta la primera mitad del siglo XVIII, habían perdido fuerza y estaban retrocediendo frente al avance de los de la Ilustración. Por eso Ivan Nagel en su ensayo Autonomía y gracia afirma que con Mozart “queda así destruido el espacio de la ópera seria: la distancia patética entre amenazante y suplicante, entre soberano y súbdito”.
Jorge Lavelli propuso un recorrido despojado y etéreo a partir de una escenografía basada en telas livianas y pocos objetos alusivos como un trono, un altar sacrificial, que daban algunas referencias a lo que ocurría. Y si bien la sobriedad visual se lleva bien con el Clasicismo, el problema con esta propuesta es que careció de intensidad dramática, que en esta ópera está indudablemente en los recitativos elaborados por Mozart con una enorme riqueza de matices, y a los que la dupla Levin-Lavelli no logró dotar de expresividad. El resultado fue plano y monótono, sin demasiados contrastes: ni el conflicto de Idomeneo conmovió, ni la ira divina atemorizó, ni los celos de Electra intimidaron. Solo quedaron algunos efectos interesantes de las volátiles telas que sin embargo podrían haberse potenciado con una iluminación más contrastada y efectiva.
En el aspecto musical, el director Ira Levin tampoco logró dotar a la partitura mozartiana de la energía y el impulso dramático necesarios: su versión tendió a los tempi lentos y no tuvo demasiado relieve, descuidando el balance entre el foso y el escenario. La Orquesta Estable del Teatro Colón dio su mejor esfuerzo para brindar toda la nobleza y la transparencia de una de las composiciones más bellas del salzburgués mientras que el Coro Estable, a pesar de tener una intensa participación, logró sólo por momentos la homogeneidad necesaria.
En el elenco destacó por presencia vocal Verónica Cangemi, una Ilia juvenil y tierna que desgranó sus arias con pastosidad y pureza de timbre impecables.
Jurgita Adamonyté —ya conocida por el público argentino en el reciente estreno de Caligula— llevó el rol de Idamante con solvencia de medios, aunque el volumen no pareció suficiente para el torrente sonoro y las dimensiones de la sala, algo que también ocurrió con el rol de Idomeneo a cargo de Richard Croft, un tenor de refinado estilo mozartiano pero que escasamente logró imponerse en sus intervenciones. A la Electra de Emma Bell puede reprochársele un sonido algo estentóreo y una afinación imprecisa, pero aportó la cuota de dramatismo que faltó en el resto de la producción, algo que el público agradeció con una sonora ovación. Completaron el elenco Santiago Ballerini como Arbace, Iván Maier como el Gran Sacerdote y Mario De Salvo como la voz de Neptuno.
Se trató, en resumen, de una producción anunciada por el teatro como nueva, pero que sin embargo aportó escasa novedad y sorpresas a una obra que merece sin duda, mejores oportunidades.
Ernesto Castagnino